El Covid-19 está quedando atrás, pero los colombianos siguen confinados… esta vez por las balas

El senador Iván Cepeda sostiene un cartel que dice “Paz Total”, durante la instalación del nuevo Congreso Nacional.
CARLOS ORTEGA (EFE)

 

 

 





En las comunidades del río Baudó, en el noroeste de Colombia, hay un miedo constante. Miedo a ir a cultivar a la finca y quedar en medio de un enfrentamiento armado, a ir a cazar a la selva y pisar una mina antipersonal, a salir al río de noche a pescar… Y por eso, desde hace meses, viven confinados.

En el Alto Baudó chocoano, como en tantos lugares de Colombia, no se habla de “ellos”, de quienes controlan la zona e imponen las normas. De ese otro Estado. Un peligroso secreto a voces con el que conviven desde hace años, a pesar de las negociaciones que se lleven a cabo en Bogotá, La Habana o Caracas.

Tres letras dan la bienvenida a Puerto Meluk, el pueblo de entrada al río: AGC, las iniciales de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia, herencia de los paramilitares que nunca llegaron a desmovilizarse. Unas siglas que se repiten en las fachadas y puertas de todo el pueblo para recordar quién manda.

Una vez en el río, donde la selva va echándole un pulso al agua, ya no hay pintadas, pues es un terreno en disputa donde el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la última gran guerrilla de Colombia, también quiere mandar.

Allí, en esa espesa selva montañosa donde no hay carreteras y la única conexión con el mundo es el imponente río Baudó, no llega el Estado, y justamente por eso es un valioso resguardo para grupos armados que perturban la vida de los que históricamente viven ahí: pueblos indígenas y afrodescendientes.

“Si no tuviéramos a esa gente, viviríamos muy bien”, dice a EFE el gobernador indígena de uno de los resguardos más recónditos que prefiere no dar su nombre por las amenazas.

LA MAYOR CIFRA DE CONFINAMIENTOS

Habla firme de las necesidades de su pueblo -más comida para atajar la acuciante desnutrición o un centro de salud para no tener que hacer 7 horas en río cuando se ponen enfermos- pero baja la voz cuando se le pregunta por lo que empeora esas necesidades: el conflicto.

Aún recuerda que hace apenas un año los dos grupos que intentan hacerse con el control del río y sus alrededores se enfrentaron a bala dentro de la misma comunidad.

Él y su familia alcanzaron a resguardarse en una casa grande, pero dice que los combatientes disparaban allá donde hubiera gente, incluidos a un señor que volvía de alimentar a su ganado a las afueras del pueblo y a un joven que regresaba de pescar al río. Ambos se salvaron, pero el miedo aún les acecha y desde entonces limitan sus movimientos y se cuidan de a dónde ir.

Por eso, ahora prefieren no ir a los “trabajaderos”, a las fincas donde cultivan banano (plátano maduro), arroz o yuca, o moverse demasiado. Conviven confinados en un año en el que, según la ONU, Colombia ha batido todos los récords en confinamiento.

Un total de 95.000 personas han vivido confinadas, con sus movimientos muy limitados, según cifras de la ONU para septiembre y la mayoría de estas restricciones (casi 60.000) se viven en Chocó, el selvático departamento del norte del Pacífico colombiano.

CONFINADOS POR MIEDO

“(Los grupos armados nos dijeron) que no fuéramos al trabajadero de nosotros”, recuerda el gobernador; una “recomendación” que se les quedó clavada y a pesar de que las cosas parezcan más tranquilas siguen sin ir o se organizan en grupos grandes para no quedar solos. “Como indígenas emberas, somos muy miedosos, muy tímidos”, explica.

Y es una situación que se repite por toda la ribera. Joselito Baniama, un gobernador de 44 años de la comunidad embera katío de Puesto Indio, insiste en que no pueden ir a trabajar la yuca, los animales se han perdido y todo está abandonado.

Incluso “ellos”, comenta, les han prometido que no les van a hacer daño a los civiles, “pero nosotros como casi no sabemos, no sabemos qué va a pasar y por susto no salimos”, alega a EFE.

Cuando no están, a veces se atreven a ir “a recoger ese platanito cerca, pero ya más lejos no” y eso provoca ciclos intermitentes: que un mes tengan comida y otro no, que el cerdo que llevaban alimentando todo el año, de repente en una semana “se vuele” porque no pudieron ir a cuidarlo.

La violencia, coinciden todos, ha bajado. Las AGC, como se autodenomina el Clan del Golfo, ha prometido un cese al fuego como gesto de buena voluntad con una posible paz, mientras que el ELN no quiere mostrar públicamente un mal comportamiento que comprometa la reanudación de los diálogos de paz con el Gobierno.

Sin embargo, en la selva aún se escuchan cañones de guerra que acallan a las comunidades. Algunos ya ni siquiera se atreven a criar gallinas que con su cacareo matutino moleste a quienes mandan.

Viven en una atípica normalidad, habituados a los toques de queda, a los silencios, a no saber de quién fiarse y cuándo confiar y al hambre y el cansancio. Pero a pesar de todo, a la pregunta de si piensan dejar el territorio, la respuesta es firme: “No, nunca. Si nos vamos, no tendríamos dónde sembrar”.

EFE