El asesinato sin sentido que inspiró a Truman Capote en A Sangre Fría, su genialidad y las adicciones que lo mataron

Cuando Truman Capote investigó el asesinato del granjero en Kansas ya era un escritor de renombre, una especie de niño terrible de la literatura norteamericana

 

Los mataron con la misma impiedad con la que el cazador remata a su presa. Al jefe de familia, Herbert William Clutter, de 48 años, lo degollaron con un cuchillo de caza, atado de pies y manos en el sótano de la granja River Valley, en Holcomb, un tranquilo pueblo de Kansas. Lo remataron de un escopetazo. A su mujer, Bonnie, a la que habían atado y amordazado en la cama matrimonial, le dispararon en la sien izquierda. Fue el último miembro de la familia en morir. Antes, el autor material de los asesinatos, Perry Smith, un ex convicto de 28 años que tenía como cómplice a Richard Hickcock, de 31, mató al hijo menor de los Clutter, Kenyon, de 15 años: Smith le disparó con su escopeta en la cara, cerca de la nariz y le destrozó la cabeza. Nada de culpa, Smith estaba de muy buen humor aquella noche: “Me gustaría ver cómo va a hacer el embalsamador para rellenar ese agujero”, le dijo a Hickcock. Después fueron por la hija de los Clutter, Nancy Mae, de 16 años. Smith le disparó detrás del oído derecho, sin escuchar las súplicas de la chica, y muy cerca de un gran oso de felpa que evocaba su niñez recién abandonada.

Por infobae.com





Pocas horas después de la medianoche del 14 de noviembre de 1959, Smith y Hickcock huyeron de la granja con su botín: un par de prismáticos, una radio a pilas y 40 dólares. Habían ido a buscar diez mil, según les había mentido un compañero de prisión, Floyd Wells, que les habló de los Clutter, de una caja fuerte en la granja y de aquella fortuna que representaban diez mil dólares en 1959. Herbert Clutter era un hombre próspero; su granja era una de las mejores de la región y él mismo era el segundo hombre más rico de la zona, cercana a la cárcel de Garden City, donde se selló su destino y el de su familia; presidía la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas, había formado parte del Comité de Créditos agrícolas y era un fervoroso fiel de la Iglesia Metodista, enemigo del alcohol, que no contrataba en su granja a alguien que bebiera. Pero no tenía ni caja fuerte, ni diez mil dólares en efectivo, ni escondía otro tesoro mayor que el que representaba su familia.

El asesinato no hubiera pasado de ser uno más en las páginas de sangre de la historia criminal de Estados Unidos, un país gobernado entonces por Dwight Eisenhower, que gozaba del oasis económico de una posguerra que lo había visto nacer como potencia mundial. En Kansas, el asesinato sacudió la vida del estado entero y, en especial del pequeño pueblo de Holcomb; movilizó a toda la policía, dispuesta a apresar a los asesinos, solo que estaban desconcertados: cuatro asesinatos simultáneos, tanta violencia desatada, tanta saña eran inusuales en Holcomb, en Kansas y aún en Estados Unidos, con excepción de los crímenes mafiosos y los asesinatos seriales. ¿Una familia entera asesinada? ¿Quién podía haber sido? En la casa de los Clutter no faltaba nada, nadie echaba en falta ni los prismáticos, ni la pequeña radio portátil; ni siquiera lo notaron las dos hijas que no vivían ya en la casa familiar: Eveanna, que se había casado, y Beverly, que estudiaba enfermería en Kansas. ¿Quién, en el pueblo, podía haber hecho algo así con una familia que no tenía enemigos? Los investigadores estaban convencidos de que los criminales eran forasteros. Pero entonces, ¿por qué tanta saña?

De sus pensamientos, y su inmovilidad, los sacó Wells, el presidiario de Garden City: confesó haberles dicho a Smith y a Hickcock lo de la caja fuerte de Clutter y los diez mil dólares: una tontería que, pensó, no iba a terminar tan mal. Después de todo, Smith, un tipo sin educación formal, estaba preso por un robo menor a mano armada y Hickcock, su compañero de celda, lo estaba por pederasta y por fraudes menores. Con la confesión de Wells, con el nombre y la foto de los sospechosos, todo fue más fácil. La policía ubicó y detuvo a Smith y a Hickcock en México. Los colgaron en la prisión de Lansing, Kansas, cinco años y medio después, el 14 de abril de 1965, después de un juicio espectacular.

Porque el asesinato destinado a ser uno más, se convirtió en un caso sensacional, en un juicio que siguió todo el país, en una investigación periodística que cambió para siempre las raíces y el estilo del relato periodístico y en una novela en parte ficción, o en una ficción en parte real, o en una realidad novelada que se dio en llamar Non fiction, de la mano de un escritor que ni siquiera sabía muy bien que sería el periodista que fue: Truman Capote.

Todo estuvo sellado por la casualidad. La primera: el caso llamó la atención de los editores del The New York Times, que publicó la noticia bajo el título: “Granjero acaudalado y tres familiares asesinados”. Relataba, con estilo seco y despojado, el hallazgo de los cadáveres y quiénes eran los Clutter. Una mañana de noviembre, Capote leyó la noticia que, admitió luego, no le llamó demasiado la atención: “Uno lee sobre asesinatos múltiples muchas veces a lo largo del año…” diría en enero de 1966 y al “The New York Times”, precisamente.

El segundo hecho casual lo desató la revista Time. En su edición del 29 de noviembre de 1959, hace 64 años, Time también cubrió el caso Clutter con lo que había de novedosos, que era bien poco. En la tradicional diagramación de las páginas del semanario, una nota principal a tres columnas, con foto y título de dos líneas, el caso mereció el espacio restante: una columna, breve, con un título a tres líneas, a una palabra por línea. Eso sí, el título era fantástico: “In cold blood – A sangre fría”. Capote también leyó aquel texto mínimo que detallaba el horror del crimen múltiple de Kansas.

La tercera casualidad estuvo en manos del legendario editor jefe de la revista New Yorker, William Shawn que olió detrás del caso un hecho periodístico sensible y conmovedor. Su idea fue contar lo que nadie había contado de esa historia, y reflejar cómo la brutalidad de los asesinatos había pegado en un quieto y tranquilo pueblo de Kansas, donde todo el mundo conocía a todo el mundo. Shawn tenía otra intuición que se iba a probar certera: creía que en plantilla de colaboradores de New Yorker estaba el tipo ideal para contar esa historia: Capote, que tenía 35 años, era un escritor de nombre, una especie de niño terrible de la literatura americana. Le encargó el caso. Y le dio, por las dudas, otra nota a escribir, si por alguna razón Capote rechazaba ir a Kansas.

La cuarta casualidad estuvo en manos y en labios de Slim Keith, amiga personal de Capote a quien el escritor le confió sus cuitas. Le dijo que tenía que elegir llevar adelante dos notas para New Yorker. Una, acompañar a una mucama por horas que trabajaba en varios departamentos de New York, pero nunca veía a sus dueños: paga y encargos, instrucciones, elogios y quejas, quedaban en notas sobre las mesas y en paquetes de supermercado destinados a llenar las alacenas. Pero contacto humano, ninguno. Era una nota atractiva, confió el atribulado Capote a su amiga. La otra nota, era investigar un crimen múltiple en Kansas, una familia asesinada con saña en un pueblito rural. ¿Qué hacer? Su amiga Keith le aconsejó: “Truman, hacé lo más fácil: andá a Kansas”. Y le cambió la vida para siempre.

Truman fue. Y se quedó. Pero eran tantas sus dudas sobre aquella nota que estaba por convertirse en una sensacional investigación periodística, que viajó acompañado por su amiga, la novelista Harper Lee, que acababa de publicar un libro extraordinario, reeditado hace poco en Argentina: To kill a mockingbird – Matar un ruiseñor”. Harper Lee ganó el Pulitzer con esa novela que desnudaba el drama racial de los Estados Unidos profundo. La versión para el cine, protagonizada por Gregory Peck y dirigida por el inolvidable Robert Mulligan, fue considerada en 1995 “cultural, histórica y estéticamente significativa” por la Biblioteca del Congreso de ese país.

Capote viajó a Kansas con las espaldas bien cubiertas por Lee. “Es una mujer muy talentosa, cálida y valiente. Tiene una capacidad para conmover a la gente, por sospechosa y parca que sea. Resolvió acompañarme en el papel de asistente de investigación”. Harper fue más que eso. Pero, como todo ególatra, avaro y mezquino, Capote era incapaz de admitir los reales méritos de la gente que le rodeaba: “Me hizo compañía mientras senté base allí. Creo que estuvo conmigo durante dos meses. Hizo varias entrevistas, tomaba sus propios apuntes. Yo los consultaba –confesó al The New York Times– Fue una gran ayuda en el comienzo, cuando no avanzábamos demasiado con la gente del pueblo. Se hizo amiga de las personas que yo quería conocer, de aquellos que iban a misa los domingos. Luego, los diarios dirían que en Holcomb todos cooperaron porque yo era un escritor famoso. La verdad es que no había una sola persona en aquel pueblo que hubiera oído hablar de mí”.

Con ayuda de Harper Lee, pero también con su enorme talento, su particular sensibilidad, una pluma brillante, ácida y certera, Capote reconstruyó a lo largo de casi seis años la pequeña tragedia griega de los Clutter y de sus asesinos; vivió en Kansas, pintó aquella aldea al estilo de Tolstoi, para contar también parte de los Estados Unidos inmersos en la Guerra Fría; llegó a enamorarse de uno de los asesinos, de Smith, a quienes entrevistó en la cárcel, publicó todo en New Yorker incluida la ejecución en la horca de Smith y de Hickcock, que presenció como testigo.

Aquel enorme fresco americano, con los pies en la realidad y las manos en la ficción, dio origen a un nuevo estilo periodístico narrativo. “Lo que me motivó a hacer una crónica sobre un caso verídico de asesinato, fue algo totalmente literario –reveló su autor– Me parecía que el periodismo, el reportaje, podía ser encausado hacia una nueva y seria forma de arte: la “novela de no ficción”, como la llamó. Muchos cronistas admirables han mostrado las posibilidades del reportaje narrado. Sin embargo, considero que el periodismo es la forma literaria más subestimada y menos explorada. Hay pocos escritores de primera categoría que hayan incursionado en el periodismo, salvo como algo comercial, o cuando el espíritu creativo escasea, o como recurso económico inmediato. Dicen: ‘¿Por qué escribir acerca de hechos, si podemos inventar nuestras propias historias?’ Al periodismo se lo considera literatura fotográfica, una expresión humillante para la dignidad artística de los escritores serios”.

A sangre fría lo llevó a la cúspide de una sociedad que albergaba a millonarios, políticos, intelectuales, actores y actrices símbolos de su época: era un chico mimado. No se llamaba Capote. Nació como Truman Streckfus Parsons. Su madre, Lilie Mae Faulk, lo parió a los 17 años y el padre, que tenía 26 ya se había ido de casa al nacer el bebé. “Tuve una niñez difícil –diría el Truman ya famoso– Mi madre no era mala conmigo, simplemente tenía otros intereses.” Lilie Mae se casó con un cubano, Joe Capote, que le dio su apellido a Truman, que siempre lo veneró por eso. Con un coeficiente intelectual más alto que el normal, dejó el prestigioso colegio Trinity para pasar a ser el aprendiz de reportero más joven de New Yorker. El chico Capote, bello, de intensos ojos azules, pelo colorado, voz de pito, modos afeminados y poses provocativas, había entrado de lleno en el mundo de la literatura.

También cayó en el alcoholismo y las drogas que lo hicieron definirse con fiereza: “Soy un alcohólico, soy drogadicto, soy homosexual, soy un genio”. Llevaba razón en todo. Buscaba una madurez que nunca llegó, anclada por los ambiguos sentimientos hacia su madre, también alcohólica, que se había suicidado con barbitúricos a los 49 años.

Publicó su primera novela en 1948, tenía 23 años, y volcó en ella, “Otras voces, otros ámbitos”, parte de sus tormentosas andanzas de chico con una fórmula literaria en la que esbozaba ya la mezcla de realidad y ficción. Fue famoso enseguida y la elite social neoyorquina lo recibió con los brazos abiertos. Se codeó con Marilyn Monroe, con Marlon Brando, siguió los pasos de Montgomery Clift, habló de igual a igual con Tennessee Williams y espantó al mundo con sus declaraciones provocativas y sus argumentos audaces: “Tengo la altura de una escopeta y soy igual de ruidoso”, dijo, y también llevaba razón. Y todo lo hizo junto al actor Jack Dunphy, que fue su pareja desde 1948, en medio de un aluvión de amantes de todo pelo y color entre los que no faltaron actores jóvenes y técnicos en reparación de aire acondicionado.

En 1958 y junto a Dunphy, vivió en Taormina, Sicilia, en Roma y en París donde empezó a escribir un nuevo retrato de la alta sociedad neoyorquina. Así nació Desayuno en Tiffany’s, que retrataba la vida y aventuras de una especie de “call girl” que inmortalizó en cine la improbable call girl Audrey Hepburn, dirigida por Blake Edwards.

Después de A sangre Fría, Capote encaró un nuevo retrato de la clase social que le había hecho un lugar en su mundo exclusivo. Eligió una frase de Santa Teresa de Jesús para su siguiente obra. Santa Teresa sostenía que siempre se derraman más lágrimas sobre las plegarias que Dios atiende, que por las que deja, en apariencia, olvidadas de Su misericordia. Capote escribió Plegarias atendidas. Era un retrato social brutal, insoportable para una sociedad que le había abierto las puertas, que lo había sentado a su mesa y le confiado sus secretos. Una de las mujeres retratadas en esa novela, con nombre supuesto pero con señas que hacían fácil su identidad, se suicidó luego de publicadas esas páginas que eran también un retrato de la infancia y juventud de Capote ingenioso, provocador, seductor, bisexual y amoral. No se lo perdonaron. Cayó en desgracia y nunca se recuperó.

Nunca volvió a escribir, salvo Música para camaleones, en 1980. Fue asiduo de Studio 54, la disco de moda en los años 70, pero muchas de sus conferencias en universidades prestigiosas fueron suspendidas “por ebriedad evidente o incoherencias”, del escritor.

Alcohólico incontrolable, adicto fervoroso a las drogas, envuelto en la corona de espinas de su soledad, Capote recibió el año 1983 en el hospital de Southampton, en su amada New York que lo había condenado. Anduvo varios meses a los tumbos, con internaciones periódicas en New York, Suiza y Miami, sin hallar quién se hiciese cargo de su condición de paciente imposible de controlar. Su médico, Bertram Newmann le dio un consejo de oro al estilo Capote, con una franqueza brutal: “Si se endereza, tiene muchos años, muchos, por delante. Pero si va a seguir por ese camino, es mejor que se pegue un tiro en la boca”.

Truman, el hombre que había escrito una obra maestra del periodismo, A sangre fría, decidió, con sangre helada, seguir su camino. El 25 de agosto de 1984 despertó en la mansión de Los Ángeles de Joanna Carson, la ex esposa del animador Johnny Carson. Se sintió mal, estaba pálido y agotado. Joanne pensó que un buen desayuno le devolvería las fuerzas, pero Truman no dejó que se fuera de su lado, ni siquiera a la cocina. Habló mucho, durante tres o cuatro horas, en especial de su madre. No había bebido. La autopsia demostró que no había rastros de alcohol en su sangre. Pero sí que había tomado un cóctel de drogas, Valium, Dilantin y Codeína y hasta Tylenol, aparte de otras drogas opiáceas no identificadas. Joanna Carson quiso llamar a una ambulancia, pero Truman se lo impidió: “No quiero volver a pasar por todo eso. Si te importo, no hagas nada. Dejáme ir”.

Después, su voz se hizo un susurro. Dijo: “Mamá… Mamá…” Y: “Siento frío”. Murió, en pleno mediodía, a las doce y veintiuno.