A 60 años de la ejecución de Eichmann: una botella de vino, la última amenaza y el hedor de su cadáver en la horca

A 60 años de la ejecución de Eichmann: una botella de vino, la última amenaza y el hedor de su cadáver en la horca

En la noche del 31 de mayo de 1962, hace sesenta años, y a Adolf Eichmann lo esperaba la horca

 

Pidió una botella de vino. Eso fue todo. Sus carceleros israelíes le ofrecieron la asistencia de un ministro protestante y Adolf Eichmann, el nazi que se ufanaba de haber ordenado la muerte de seis millones de judíos, no aceptó. Enfrentó las últimas horas de su vida sólo con una botella de vino y la mirada clavada en una de las paredes de su celda. La bebió, íntegra, a sorbos cortos.

Por infobae.com





Era la noche del 31 de mayo de 1962, hace sesenta años, y a Eichmann lo esperaba la horca. El ministro protestante llegó incluso hasta la puerta de la celda y le ofreció leer, juntos, un pasaje de la Biblia. Eichmann volvió a negarse. Estaba en proceso de transformación: de cordero, pasaba otra vez a lobo. Dos años antes, en mayo de 1960, aquel lobo había decidido ser cordero para enfrentar su destino. Ahora, agotada toda vía posible de indulto o de perdón, a punto de cumplirse su condena a muerte, volvía a aullar.

Fue uno de los arquitectos del Holocausto. Nazi y antisemita desde su juventud, formó parte activa de la conferencia de Wannasee de enero de 1942, en la que el alto mando nazi, por órdenes de Adolf Hitler, por designio de Heinrich Himmler como jefe de las SS y como condición ineludible para que la Alemania nazi se adueñara del mundo, decidieron eliminar a la población judía de Europa: once millones de personas. Eichmann cumplió con su rol a la perfección. Después, prisionero, trató de escudarse en un desempeño secundario: sólo había sido un mínimo engranaje en una gran maquinaria; sólo se había encargado de que los trenes llegaran repletos a los campos de concentración: un burócrata de la muerte.

El juego, que encarnó con maestría actoral, se lo creyó de punta a punta Hannah Arendt, que escribió un ensayo sobre Eichmann y la banalidad del mal luego del juicio en Jerusalén. En esencia, Arendt sostuvo que, en circunstancias parecidas, cualquier buen padre de familia puede convertirse en Eichmann. Había llegado a Jerusalén con esa idea y acomodó a ella lo que vio y oyó en el juicio; entre paréntesis, siempre le reprocharon haber asistido a pocas sesiones. Arendt vio el proceso a Eichmann con su ensayo ya escrito en la cabeza. No fue al revés. No fue el proceso judicial el que abrió las puertas de su ensayo: fue su ensayo al que hizo encajar con el proceso judicial. Ni siquiera llegó a pensar, y pudo hacerlo, que Eichmann actuaba con un cinismo extraordinario con el único fin de evitar la pena de muerte. También Eichmann era eso: un cínico brutal.

En Buenos Aires, en los días siguientes a su secuestro a manos de un comando del Mossad, el servicio secreto israelí, flamante por entonces, Israel tenía apenas trece años de vida como estado, Eichmann hizo gala de una hipocresía, de un desprecio, de un descaro y un sarcasmo que sus captores entendieron, sin poder hacer nada por evitarlo. Una de las tardes en las que estuvo cautivo en una casa todavía desconocida, inubicable, operada por los israelíes con ayuda de agentes y simpatizantes locales, el hombre que lo había capturado en San Fernando, Peter Malkin, entró a la habitación de Eichmann para interrogarlo.

Malkin violó así una de las reglas del cautiverio. El único que podía hablar con el nazi era el agente Rafi Eitan, un “interrogador peligroso” según sus propios compañeros. Eitan había decidido, ni bien capturado Eichmann, aislarlo y mantenerlo en silencio durante horas: el preso no hablaba con nadie; comía, se bañaba e iba al baño en completo silencio. “Era más que una necesidad operativa –recordaría luego Eitan– No queríamos demostrarle a Eichmann que estábamos nerviosos. Eso le habría dado esperanzas. Y la esperanza vuelve peligroso a un hombre acorralado. Necesitaba que se sintiera desprotegido, como mi gente cuando él la enviaba en tren a los campos”.

Sin embargo, Malkin quebró esa ley no escrita del comando. Se presentó ante Eichmann que lo reconoció de inmediato, por la voz, como el hombre que le había dicho en mal español “Un momentito, señor”, antes de caer sobre él y secuestrarlo, a pocos metros de su humilde casa en la calle Garibaldi, de San Fernando. Malkin, según confesó en su libro de memorias Eichmann in my hands – Eichmann en mis manos, había usado guantes de cuero para apresarlo. “No quería tocar con mis manos al hombre que había enviado a la muerte a toda mi familia”. Esos guantes se exhiben hoy en el Museum of Jewish Heritage de New York, donde Malkin, que tenía treinta y tres años cuando capturó a Eichmann, murió en 2005.

Para cuando Malkin lo fue a ver, Eichmann ya tenía preparada su estrategia de defensa. Había empezado a armarla en el piso del auto de sus captores, minutos después de su secuestro. No supo de inmediato en manos de quiénes estaba. ¿Era la policía argentina? ¿Eran agentes alemanes, estadounidenses? No pensó jamás que eran agentes israelíes, pero lo supo en cuanto los escuchó hablar. Fue entonces que decidió ser cordero, un oficial que sólo había cumplido órdenes. Es lo que le dijo a Malkin cuando el israelí le preguntó cómo era que había hecho lo que había hecho, cómo era que habían muerto asesinados más de cien miembros de su familia, hombres, mujeres, chicos: “Eran judíos, ¿no? Ese era mi trabajo –contestó Eichmann– ¿Qué podía hacer? Yo era un soldado. Usted también es un soldado y me capturó porque le dieron la orden. Usted sigue una orden”.

La “lógica Eichmann” daba la misma entidad moral, política y humana a la decisión de enviar a seis millones de personas a la muerte, con la de cazar al asesino. Malkin se lo hizo notar: las órdenes de ambos no eran comparables:

-Yo no maté a nadie –dijo Eichmann– Sólo fui responsable del transporte de esa gente

-Pero, ¿adónde los mandaste?–le soltó Malkin– ¡A los campos de concentración, a la muerte! ¡Mujeres, chicos, mi hermana, sus hijos…!

-Creéme – le dijo Eichmann– yo no tenía nada contra los judíos.

¿Eichmann pensaba así? Es probable. Representaba el papel de cordero, un cinismo monstruoso que, sin embargo, no lo alejaba de sus convicciones. Para Eichmann, la ideología llegaba de un poder superior, de una autoridad esencial que le permitía pensar, decidir y actuar de una forma determinada. Lo que Eichmann quería y necesitaba, y Hitler y el nazismo se lo dieron, era un sistema de ideas y de valores que dieran a sus acciones, aun las más espantosas, una apariencia de corrección. “Cumplí órdenes”, dijo a Malkin. Y a los jueces de Jerusalén: “Yo también soy una víctima”.

La “lógica Eichmann”, autoridad superior, obediencia ciega, un sistema de convicciones que lo permita todo bajo una capa de corrección, es la lógica de los totalitarismos y los populismos. Y ha perdurado a lo largo de los años; se reitera aún hoy, en regímenes y gobiernos que, con matices, la instrumentan para mantenerse en el poder y resquebrajar los cimientos de la democracia que les permite existir.

Fue en Buenos Aires donde el nazi Eichmann se transformó en el Eichmann de Jerusalén que al parecer fascinó a Arendt. Durante el juicio, aceptó asumir lo inaceptable: había sido “estrecho de miras, un burócrata obsesivo, un pedante, una persona que no cruzaba los límites de sus atribuciones”. Por sugerir mucho menos de eso, Eichmann te mandaba a la hoguera en los años de su poder como miembro de elite de las SS. La burocracia era lo opuesto a lo que las SS entendían como definición de un hombre alemán, de sangre pura, ario puro, destinado a mejorar la especia. Sólo que ahora, frente a sus jueces, haber sido un burócrata era mucho menos peligroso que haber sido un SS convencido y fanático.

En la Buenos Aires de su destierro, cuando no sospechaba su captura, aunque la temía, Eichmann negó la cifra de seis millones de muertos que le pesaba en los hombros, como si la persecución de los judíos encarnada por el nazismo hubiese sido una cuestión de números, y dejó de lado el que había sido su orgulloso mérito militar y su desesperada búsqueda de reconocimiento.

Uno de sus oficiales, Dieter Wisliceny reveló a los jueces de Núremberg una confesión de Eichmann: “Dijo que saltaría contento a la fosa, porque la sensación de que llevaba cinco millones de personas en la conciencia le causaba enorme satisfacción”. Lo mismo había dicho al nazi austríaco Wilhelm Höttl: la cifra de muertos era de seis millones; cuatro millones en los campos de exterminio y al menos dos millones habían sido asesinados por los grupos móviles de matanza, los “Einzatsgruppen” de las SS y por los servicios nazis de seguridad desplegados en el Este europeo durante la guerra.

Wisliceny también dijo algo más en Núremberg para tratar de evitar él también la horca. Era un SS fanático, miembro de la Gestapo, que había tomado participación activa en el Holocausto. En Núremberg también se vistió de cordero, pero no le alcanzó. Fue deportado a Checoslovaquia, donde lo juzgaron por crímenes de guerra. Murió en la horca, en Bratislava, en febrero de 1948.

Lo que sigue, es parte de su testimonio en Núremberg. Habla sobre un documento que Eichmann había recibido de Berlín y que lo autorizaba a actuar contra los judíos de la manera que creyera conveniente. Las preguntas, hechas el 15 de noviembre de 1945, son del teniente coronel del ejército americano Smith W. Brookhart.

-¿Vio usted la carta original en el despacho de Eichmann?

-Sí. Vi la carta original.

-¿A quién iba dirigida?

-Iba dirigida al jefe del Servicio de Seguridad y de la Policía (…) Era un documento oficial, con membrete oficial (…) Llevaba la orla roja de los documentos de entrega especial.

-¿Un documento de acción inmediata?

-Sí, un documento urgente. Me impresionó mucho ese documento, que le daba carta blanca para obrar como estimara oportuno, y sobre el que Eichmann me hizo algún comentario. Creo que dije entonces: “Quiera Dios que nuestros enemigos no hagan nunca lo mismo con el pueblo alemán”.

-¿Qué dijo Eichmann?

-Que no me pusiera sentimental, que era una orden del Führer. Comprendí que esto significaba condenar a muerte a millones de personas.

El juicio a Eichmann empezó el 11 de abril de 1961 en el salón Bet Ha’am de Jerusalén, caso penal 40/61. Llevó un año preparar la acusación, la policía israelí creó una unidad especial, “Oficina 06? para reunir documentos acusatorios, seleccionar testigos, establecer con la fiscalía los lineamientos del juicio y debatir sus aspectos legales y éticos. Se alzaron críticas hacia el tribunal israelí. En Europa, una corriente abogó por que Eichmann fuese juzgado por un tribunal internacional y no por Israel, que era un estado que no existía cuando se habían cometido los crímenes. Pero tanto los jueces, como el fiscal, Gideon Hausner, como la gran mayoría de los ciudadanos, creían que sólo un tribunal israelí podía hacer justicia a los judíos asesinados en la Segunda Guerra.

El tribunal reunió más de mil seiscientos documentos, la mayoría firmados por Eichmann y convocó a ciento ocho testigos, sobrevivientes de los campos de exterminio, además de a expertos, historiadores y académicos. Eichmann fue defendido por Robert Servatius, un abogado penalista alemán y por su asistente, Dieter Wachtenbruch. Los honorarios de la defensa fueron pagados por el estado israelí. Lejos de impugnar, o negar, los hechos por los que se acusaba a Eichmann, hubiese sido imposible hacerlo, Servatius eligió reducir su responsabilidad; lo describió como a “un pequeño engranaje del aparato estatal”, sin ninguna influencia en la planificación del asesinato masivo de judíos europeos. La defensa sostuvo que Eichmann no estaba capacitado siquiera para “desafiar las instrucciones de sus superiores” que eran los verdaderos responsables de haber adoptado las decisiones penales que ahora encarnaba el acusado.

Pero además de la prueba documental, del testimonio de los sobrevivientes, de la pesada carga probatoria contra el acusado, la suerte de Eichmann pareció echada ni bien iniciado el juicio, con la conmovedora, dramática presentación del fiscal Hausner, autor luego de un libro excepcional, Justice a Jérusalem en su edición francesa. Sin dormir, atenazado por su responsabilidad, después de repasar y pulir su alegato toda la noche, Hausner, que tenía entonces cuarenta y cinco años y había nacido en 1915 en Leópolis, Ucrania, hijo de un rabino, y se había establecido en tierras israelíes en 1927, cuando era un chico de doce años, se puso de pie ante el tribunal y dijo: “Jueces de Israel, a la hora de pararme frente a ustedes para introducir la acusación, no estoy solo. A mi lado, en estas horas, en esta hora, en este lugar, se levantan seis millones de acusadores. Pero ellos no pueden pararse sobre sus propios pies ni señalar con dedo acusador al hombre sentado en su celda de vidrio, ni pueden gritar ‘¡Yo acuso!’, pues sus cenizas están amontonadas en las colinas de Auschwitz, dispersas en los campos de Treblinka y los ríos de Polonia, y sus tumbas están diseminadas a lo largo de los caminos de toda Europa. Su sangre clama, pero sus voces no pueden ser oídas. Tomaré entonces la palabra en nombre de ellos y desarrollaré la más inaudita de las acusaciones”.

El 13 de diciembre de 1961, los jueces de Israel, Moshé Landau como presidente y Benjamín Halevy y Yitzhak Raveh encontraron culpable a Eichmann de casi todos los cargos en su contra. El 15 lo condenaron a muerte. Servatius apeló a la Corte Suprema que, el 29 de mayo de 1962, ratificó el veredicto. Hubo incluso una última instancia, no judicial: un pedido de clemencia al presidente del Estado de Israel, Yitzhak Ben Zvi, que lo rechazó.

Ahora, en su celda, frente a su botella de vino, Eichmann meditaba en silencio. Qué pensó en sus últimas horas forma parte del último secreto que se llevó a la tumba. Era un tipo astuto y perspicaz. Puede haber pensado en las dos paradojas de su vida: de Buenos Aires, los agentes del Mossad se lo habían llevado vestido como un mecánico de la línea aérea El Al, totalmente borracho, al que había que subir al avión. No era verdad. Malkin, Eitan y el resto de los comandos habían sedado a Eichmann, lo habían empapado en whisky, le habían calzado una gorra, lo habían metido en el asiento trasero de un auto y se habían largado a pasar los controles militares de Ezeiza para cargarlo en el Britannia que había traído al país a la delegación israelí que participaría de los festejos del Sesquicentenario.

Rafi Eitan recordaría años después: “Los soldados argentinos dieron el alto al coche. En el asiento de atrás, Eichmann roncaba. Aquel auto olía como una destilería. ¡Ese fue el momento en que ganamos un Oscar para el Mossad! Hicimos de judíos borrachos que no podían tolerar el fuerte licor argentino. Los guardias parecían divertidos y ni siquiera miraron a Eichmann”. Así fue cómo el mayor asesino de judíos de la historia salió de la Argentina como un judío más, tripulante de El Al, que se había pasado de tragos.

El criminal nazi Adolf Eichmann en el patio de la Ramle Prison, en Israel (John Milli/GPO via Getty Images)
El criminal nazi Adolf Eichmann en el patio de la Ramle Prison, en Israel (John Milli/GPO via Getty Images)
Mientras bebía sus últimos sorbos de vino frente a la pared de su celda en la prisión de Ramla, no muy lejos de Jerusalén, tal vez haya pensado en la segunda paradoja de su destino: Después de la horca sería cremado, una medida excepcional en Israel, que no permite la cremación de los muertos. Y así lo hicieron. El cadáver de Eichmann fue llevado a un horno construido para ese único fin y luego desmantelado. De modo que el hombre que había condenado a millones de personas, hombres, mujeres y chicos, a morir y a ser cremados en los hornos de los campos nazis de exterminio, iba a compartir de modo elíptico el destino de aquellos desdichados.

En esas horas finales, Eichmann decidió volver a mostrar su verdadera cara. Camino al cadalso, cerca de las once y media de la noche, se topó con Rafi Eitan, uno de sus captores y el agente que le había obligado a admitir en las primeras horas de cautiverio, su verdadera identidad. De nuevo como lobo, Eichmann lo miró furioso y le soltó entre dientes: “Llegará la hora de que me sigas, judío”. Eitan, con suma calma, le contestó: “Pero no es hoy, Adolf… No es hoy”.

Después subió al cadalso. El verdugo, Shalom Nagar, le ofreció una capucha. “No la necesito”, dijo Eichmann que de verdad necesitaba nada. Enarboló luego un discursito vano y presuntuoso y un curioso homenaje: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Estos son los países con los que más me identifico y nunca los olvidaré. Tuve que obedecer las reglas de la guerra y las de mi bandera. Estoy listo”. Luego, Nagar le ató los pies a la altura de los tobillos, ajustó la soga al cuello y, a las once y cuarenta y cinco de la noche, accionó la palanca que abrió la trampa bajo los pies de Eichmann.

Rafi Eitan recordó luego: “La trampa se abrió. Eichmann emitió un leve sonido de ahogo. Se percibió el olor de la defecación; luego, sólo el sonido de la cuerda al estirada. Un sonido muy satisfactorio”.

En el recuerdo del verdugo Nagar, Eichmann parecía estar tranquilo en ese instante final. “Yo lo vi colgado. Su rostro era blanco. Sus ojos estaban salidos. Su lengua colgaba y había un poco de sangre en ella”.

Las cenizas de Eichmann fueron arrojadas al mar, fuera de las aguas territoriales de Israel.